Vivimos en una España en la que la calidad de vida es un marco irrenunciable para la mayor parte de la ciudadanía. Alcanzar estas cotas de bienestar ha costado tiempo y esfuerzo, los frutos que de ellos han surgido han sido muy importantes en las últimas décadas: sanidad, educación, esperanza de vida, altas cotas de desarrollo democrático…

Sin embargo, este nivel de bienestar no se ha conseguido gratis. En buena medida se ha sustentado en un consumo de energía muy elevado con un inevitable coste ambiental. La energía que estamos empleando para el transporte o la vida diaria está basada en el consumo de recursos no renovables, de difícil o imposible reposición. Así, aquella que consumimos en forma de electricidad en nuestras calles, casas o negocios procede bien del empleo de combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas natural) o bien desde la energía hidráulica. La nuclear, las renovables o las provenientes de la transformación de residuos acaban de completar el escenario energético.

No es exagerado el afirmar que como consecuencia de elegir el modo de vida que hemos elegido, el grado de deterioro medioambiental está llegando a cotas más que peligrosas, ejemplificadas con rotundidad en todo lo concerniente a las transformaciones que el planeta está experimentando como consecuencia del Cambio Climático. Es por ello que en este mundo mediático en el que nos encontramos en los inicios del siglo XXI parece especialmente recomendable tener especial cuidado con los más que irresponsables pronunciamientos de los negacionistas. Este colectivo de opinadores intenta echar por tierra los conocimientos científicos, así como desmentir al aluvión de pruebas que indican, sugieren o confirman que la acción humana está detrás de cambios globales en el sistema atmosférico y climático. La lista de estos cambios trascendentes para nuestro futuro como especie en el planeta se hace interminable, siendo reseñable, en primer lugar por su especial importancia, el incremento de la temperatura media global. Otros aspectos tienen que ver con el ascenso del nivel del mar (con especial incidencia en los ambientes costeros), el cambio en el régimen de las precipitaciones que modificarán la distribución de los mapas de cultivos y los ambientes forestales del planeta, la reducción en la disponibilidad de los recursos hídricos —sobre todo de calidad—, la mayor concurrencia de fenómenos climáticos extremos (sobre todo en las latitudes medias), la acidificación de las aguas oceánicas, con desastrosas consecuencias para las redes tróficas y por tanto para la estabilidad de todo el sistema productivo marino y la aceleración en la pérdida de biodiversidad a nivel global. Todos estos efectos desequilibrantes del orden natural establecido tendrán repercusiones importantes en la estabilidad demográfica y política a nivel planetario, lo que se traducirá en un incremento de las tensiones armadas, sobre todo en zonas costeras o especialmente calientes como el Oriente Próximo o la frontera indo-pakistaní. Al mismo tiempo, también asistiremos con mayor frecuencia a la proliferación del denominado refugiado ambiental, lo que va a suponer un auténtico desafío para el derecho internacional, el cual tendrá que adaptarse a pasos agigantados a la realidad de esta nueva condición humana.Una de las premisas básicas que estos opinadores aportan a la mesa de la confusión es la propuesta de sustitución del paradigma energético basado en el carbono por el paradigma energético basado en la energía nuclear. En primer lugar es preciso recordar que los costes ambientales y para la salud de las personas pueden llegar a ser tremendamente elevados con esta opción energética en caso de problemas. Pensemos en el riesgo de atentados o en los accidentes nucleares, de los que el de Chernóbil es el ejemplo más grave y mejor conocido, pero no el único. De hecho no están resueltos los aspectos que tienen que ver con la seguridad de las centrales nucleares y mucho menos de sus residuos, sobre todo de los de alta intensidad, que siguen “descansando” en las mismas centrales nucleares que los generaron. Es conocido que la tecnología no es capaz de aportar soluciones eficaces a su pervivencia como elementos tóxicos incluso durante decenas de miles de años. No es exagerado, por tanto, el decir que la nuclear es una tecnología sucia. Toda la actividad asociada a ella es generadora neta de emisiones de CO2 en grado importante. Además es una fuente de energía cara para el consumidor, pues precisa de importantes subvenciones estatales para que sean “rentables”, no en vano los ciudadanos pagamos en nuestra tarifa eléctrica la gestión de los residuos radiactivos que se generan en nuestro país, inflándola de manera importante.

Ante la urgencia de actuar rápido para prevenir los efectos del calentamiento global (antes de los próximos 15 años según el último informe del IPCC) resulta una clara falacia la opción de esta energía, pues es sabido que la puesta en marcha de una central nuclear requiere entre 8 y 10 años. Simplemente, aunque la eligiéramos, no hay tiempo. Obstaculizando, como efecto secundario pernicioso, el desarrollo en la implantación de las renovables en el panorama eléctrico.

Después de todo esto hay un argumento más a favor de lo No Nuclear, la puramente pedagógica. Educar en el cambio de modelo de consumo de recursos naturales implica insistir en el hecho de que la opción no es seguir consumiendo energía de manera ciega, sino que más bien debe hacerse teniendo en cuenta el hecho de que los recursos son finitos y que la responsabilidad debe ir de la mano de la austeridad y del convencimiento de que el futuro de nuestra sociedad tendrá que dirigirse hacia el consumo responsable. Acudir a la energía nuclear como sustituto para seguir consumiendo energía de manera irresponsable es, sin más, un error. Por si fuera poco, el asumir para España la opción nuclear incrementaría hasta el máximo nuestra dependencia energética con el exterior, ya que el uranio tendría que ser importado en su totalidad. Esto contribuiría aún más a mermar la disponibilidad de un recurso natural escaso por definición, se estima que queda de este combustible, al ritmo de consumo actual, para sólo unas pocas décadas. Si el consumo se incrementara, los plazos serían aún más exiguos.

Llegados a un determinado extremo de abuso en el despilfarro energético y menosprecio de las reglas del juego de los sistemas naturales, nuestra actitud, como individuos y como sociedad, está condenada a cambiar. Es una actitud peligrosa, por no decir suicida. De manos de actos irresponsables hemos tratado al planeta como si éste fuera un pequeño animal en manos de unos niños malcriados, sin que entendieran que el objeto de sus juegos no era de su propiedad, que tenía sus propios derechos, que era sensible, y que llegados a un determinado extremo no tenía repuesto. Estamos cumpliendo con creces el mandato bíblico que aparece en el libro del Génesis de «Procread y multiplicaos…, sometedla (a la Tierra) y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra». Es sugerente pensar que de interiorizar en el subconsciente colectivo esta máxima procede en buena medida nuestra asimétrica relación para con lo natural.

Sin embargo, las crisis —cualquier tipo de crisis— pueden ser entendidas como procesos y momentos en los que se pueden reconducir situaciones inadecuadas, incómodas o negativas en situaciones adecuadas, cómodas y positivas. En el momento presente asistimos a una crisis financiera, pero también social y, no cabe duda, que ambiental. En este complicado marco, el ahorro energético cobra un especial significado. Ahorrar recursos y ahorrar energía parece, pues, una buena fórmula para conseguir solventar una situación de cambio —excelente sinónimo de crisis— en el ámbito de lo ambiental y de lo económico.

Si bien no existen fórmulas mágicas, sí existen líneas maestras. La senda, pues, debe marcarse en el sentido del ahorro, la eficiencia energética y la implantación progresiva de las energías renovables. Basar el sistema eléctrico español en energías renovables es técnicamente posible, así lo demuestran numerosos análisis y estudios. En esta senda las modalidades como la eólica (terrestre o marina), la termosolar, la basada en el oleaje marino, la procedente de la biomasa, la geotérmica o la fotovoltaica tienen mucho que aportar a nuestro suministro eléctrico. El no emitir gases de efecto invernadero es su gran aval, y nuestra responsabilidad como sociedad es asumir el reto de que ello es posible.

Me gustaría terminar haciendo trampas, acudiendo a una frase de una de las personas más inteligentes que nuestra especie parece haber producido. Es un pensamiento de Albert Einstein, el cual dijo: “No podemos resolver problemas pensando de la misma manera que cuando los creamos”. La frase resume de manera clara el dilema en el que nos encontramos como civilización, si no cambiamos los esquemas conceptuales a la hora de enfrentarnos a nuestra relación con los sistemas naturales, si no interiorizamos nuestro papel como especie en él, si no asumimos las nuevas realidades de un mundo en efervescencia comunicativa y social, si no entendemos que las soluciones a los problemas deben venir de los que los generamos y que debe hacerse reinventándonos, entonces corremos el riesgo de que se cumpla la terrible sentencia de considerar a la incertidumbre como el mayor de nuestros males hasta que la realidad nos demuestre lo contrario.

Francisco Carrascal Moreno

Por CamasDigital

DIARIO PROGRESISTA DE CAMAS (SEVILLA)

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