Martes, 23 de noviembre de 1996.
Camas, Sevilla.
Era una gélida mañana de otoño, la niebla densa dificultaba la visión y las luces de las farolas parecían pequeñas luminarias que se mantenían impávidas a cierta distancia del suelo. Luis Montero, vecino del Carambolo, se disponía a coger el coche como todas las mañanas para ir a su trabajo. Tenía pensado llegar pronto al Ayuntamiento para adelantar varios asuntos que le traían de cabeza desde hacía varios días. Luis ocupaba uno de los despachos de la segunda planta donde ejercía su labor como Delegado. Acostumbraba a dejar la puerta entreabierta porque decía que se agobiaba en los sitios cerrados y le gustaba asomarse al ventanal del pasillo para ver a los vecinos de Camas mientras realizaban sus quehaceres diarios.
Pasaban pocos minutos de las nueve de la mañana, cuando una mujer irrumpió en su despacho con la cara desencajada y jadeante como si algo malo hubiera pasado. Luis rápidamente se levantó de su asiento y le ofreció un poco de agua.
Luis: ¿Está usted bien? ¿Qué ha pasado?
María: Mi hijo, mi hijo, estoy buscando a mi hijo…
Luis: Tranquilícese, ¿Cómo se llama?; María -respondió ella-. Bien María, vamos a ver ¿qué ha ocurrido?
María le explicó con dificultad que había perdido a su hijo, pero que no recordaba con seguridad lo que había sucedido. “Seguro que ha sido él”, esa afirmación dejó a Luis algo confundido.
Luis: ¿Quién es él? ¿Su marido?
María: No, mi marido está de viaje. Ha sido él, seguro. El hombre que siempre me persigue…vengo huyendo de él buscando ayuda, porque no sé que ha hecho con mi hijo y ahora creo que viene a por mí- decía entre sollozos-. ¿Ayúdeme, por favor?
Luis: Bueno, relájese. Cuéntemelo todo.
Ambos estuvieron hablando durante un buen rato.
Mientras tanto, en el exterior, la densa niebla había dado paso a la lluvia que empezaba a arreciar. Una cegadora luz blanca entraba continuamente por el ventanal, acompañada por unos imponentes truenos. Dentro del Ayuntamiento, todo parecía muy tranquilo, todos trabajaban en sus respectivos despachos ajenos a lo que estaba ocurriendo en el de Luis.
La mujer seguía muy nerviosa, hablaba de forma entrecortada sin encadenar dos frases consecutivas. Según pudo deducir Luis, había perdido al pequeño tras escuchar un ruido muy fuerte, que le hizo salir despedida. Posteriormente, se incorporó, bajó las escaleras de su bloque de pisos -vive en un primero- y buscó a su hijo para asegurarse de que estaba bien. Sin embargo, junto a la puerta de salida, vio al hombre del que hablaba, este le sonrió de forma extraña y salió a la calle. María, desconcertada, corrió despavorida hacia el portal, pero al salir, no había nadie. Después lo único que vino a decirle es que no se acordaba de nada más y que apareció delante de la puerta de su despacho.
Luis la miró con cara de asombro, pero a la vez sintió la fuerte necesidad de poner todo lo que estuviera a su alcance para ayudar a la joven. Su testimonio parecía verdadero y su aspecto no generaba desconfianza. Por lo que decidió llamar a la Policía para iniciar la búsqueda del pequeño.
La lluvia seguía cayendo con fuerza en el exterior, la oscuridad seguía atrapando el cielo como si de medianoche se tratara y las luces del Ayuntamiento vacilaban con cada estruendo. El Delegado pidió a la joven que esperara en su despacho mientras él bajaba a recibir a la policía, ella asintió con desgana.
Estando sola en el habitáculo, pareció escuchar un sutil sonido proveniente del pasillo, casi inaudible. “Será el viento”, dijo en voz baja. Pero poco a poco se iba acercando, parecía un rechinar de dientes, una especie de risa que se perdía con el ruido que hacían las gotas de lluvia chocando contra el ventanal. María se levantó de la silla y con paso titubeante, anduvo hacia la puerta. De pronto, un relámpago llenó de luz el despacho, al asustarse se dio la vuelta y chocó contra alguien, pero no era Luis, sino el hombre de sonrisa maquiavélica que ya había visto anteriormente en su edificio. María gritó: “¿Dónde te has llevado a mi hijo?”, pero el hombre sin modificar ni un ápice su rostro, echó a correr por el pasillo con María tras de sí pisándole los talones.
Cuando Luis y los dos agentes de la policía local subieron a la segunda planta y llegaron al despacho, allí ya no quedaba nadie. Luis quedó perplejo ante la ausencia de la mujer.
Luis: Pero si estaba aquí hace un segundo…que cosa más extraña. Al oír sus palabras uno de los policías dijo: “Vaya mañana que llevamos…”. Luis no dudó en preguntarle al agente a qué se refería, ya que él se había dirigido directamente al Ayuntamiento y no había cruzado palabra con nadie desde que comenzó a trabajar. Él policía incrédulo, miró a Luis y le preguntó: ¿Es que no te has enterado…?
Casi al mediodía, Luis se disponía a salir del Ayuntamiento con la sensación de que no había podido poner al día todo el trabajo que tenía acumulado, aunque, de la misma manera, pensó en todas las cosas que le habían ocurrido durante esas horas. Cabizbajo, salió por la puerta principal y abrió su paraguas. Al levantar la mirada vio sentada en la puerta de la biblioteca, sola y decaída, a María. Este se acercó y se sentó a su lado.
María: No lo encontraré, he buscado por todas partes, le he preguntado a todo el mundo y nadie me dice nada…
Luis la miró con cariño: “María, acompáñame. Tengo que enseñarte algo”. Ella aceptó con indiferencia.
Ambos se dirigieron hacia la comisaría de policía refugiados bajo el paraguas de Luis, ninguno de los dos se atrevió a articular palabra durante el corto recorrido. Al llegar a la puerta, Luis pidió a María que se asomara. Esta hizo lo que el Delegado le había mandado sin rechistar. De momento, el rostro de la joven cambió por completo, su pequeño estaba sentado en una de las sillas de la comisaría mientras un policía lo entretenía jugando con dos cochecitos en miniatura. María, sin pensárselo, decidió entrar para darle un abrazo a su hijo, cuando Luis le agarró por el brazo. “¿Qué haces?”, le increpó la joven. Este miró hacia el suelo y le dijo: “No puedes entrar”. Ella, desconcertada, le preguntó por qué. El Delegado respiró hondo e intentó explicárselo.
Luis: “Esta mañana se ha producido un grave incidente en el edificio número siete de la calle Osuna, al parecer un nuevo inquilino se ha suicidado provocando un escape de gas que ha dado lugar al estruendo que te sorprendió a primera hora. Tu piso estaba justamente debajo del suyo, ambos han quedado en pésimo estado y, probablemente, se tenga que clausurar el edificio hasta que los técnicos no hagan una valoración de los daños ocasionados”. Este hizo un gran esfuerzo para seguir explicándole. “Lo peor es que hay dos víctimas: un varón de mediana edad y una joven”. “Esa joven eres tú, María”.
La joven puso una mueca de incredulidad, pero se estremeció cuando miró hacia la puerta y en sus cristales sólo se reflejaba la figura de Luis. Ahora puedes despedirte de él, dijo el Delegado. Ella entró en la comisaría, le dio un beso a su hijo y tras un fuerte destello, María desapareció.
(Esta historia es totalmente ficticia. Se publica con motivo del día de todos los Santos y Halloween)