Aquí empezó todo para mí, bueno en realidad empezó en un pueblecito de Huesca, en Roda de Isábena que fue el sitio donde me concibieron mis atareados padres, y digo atareados porque yo soy la quinta de cinco hermanos, pero la primera luz la vi en Torreperogil, un pueblecito de Jaén.

Mi foto

INMACULADA ALASCIO

Aquí empezó todo para mí, bueno en realidad empezó en un pueblecito de Huesca, en Roda de Isábena que fue el sitio donde me concibieron mis atareados padres, y digo atareados porque yo soy la quinta de cinco hermanos, pero la primera luz la vi en Torreperogil, un pueblecito de Jaén.

Mi infancia fue de película de la posguerra tardía, yo era una niña feliz, tenía una familia numerosa, mis padres y cuatro hermanos mayores de lo más divertidos, también estaba con nosotros mi abuelo, viejecito cascarrabias, con su garrota siempre en ristre, pero de joven un Don Guido cualquiera, idéntico al que describía Machado en su poesía, también formaban parte de la familia mi gato Cuqui, el perro Pinki, una legión de gallinas y pollos, un gallo, conejos, pavos, patos,miles de palomas y algún que otro cerdo, recuerdo especialmente a uno que llamábamos Perico.

Éramos unos niños de pueblo, pero de pueblo, pueblo, de la Andalucía profunda, con sus cortijos, auténticos latifundios, sus albercas, sus huertecitos, sus olivares y sus viñas.

La vida allí transcurría la ritmo de la España rural, nos criamos, como era propio de la época, en la calle, entonces no había esos peligros de ahora, ni tantos coches, ni tanta violencia, ni tanto pederasta, en la calle a golpe de juegos en grupo y pedradas en la cabeza.

Aunque nací en la calle Barrionuevo, mis primeros recuerdos son de la casa de la calle Cervantes, las casas de los maestros, porque mis padres eran maestros, la nuestra estaba adosada a un lateral del Cuartel del Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil, los hijos de los guardias eran nuestros amigos, a 10 metros del mercado de abastos, a 30 metros de los colegios y a unos 300 metros de las “eras”, uffffffffffff, la eras, madre mía, el mejor sitio para jugar, sobre todo en el buen tiempo.

Mis recuerdos son prácticamente todos agradables y divertidos, en una casa donde hay cinco, lo que no se le ocurre a uno se le viene a la cabeza a otro, malos éramos más que Caín, y yo en concreto era la niña mas embustera, mas liosa y mas traviesa en 10 km a la redonda, menuda piececita de valor estaba yo hecha.

Cuando recuerdo aquellos tiempos, me vienes retazos de olores y sabores especiales, colores, juegos, canciones, diabluras y sobre todo sensación de cariño, esa calidez de sentirse arropada por una legión de gente que te quiere, esa sensación que jamás se volverá a tener, cuando empiezan a faltar piezas de ese conjunto, cuando las piezas caídas son más que las que aún quedan de pie.

La casa era grande, de dos plantas, abajo estaba el comedor grandísimo, había una especie de sofá de madera oscura, le llamábamos el “canapé”, ahí fue donde instaló mi padre la primera televisión y la primera “nevera”, allí era donde transcurría la mayor parte de la vida familiar, había también una salita de recibir, amueblada con un tresillo, sillas y mesitas de estilo sevillano, de madera y con asientos de enea, pintados de rojo y con florecitas de colores.

Teníamos una cocina que poco a poco se fue modernizando, pasó de ser una habitación con fogón de carbón y “pollo” de mampostería, a tener su cocina de gas de dos fuegos, una nevera de hielo y agua corriente en un fregadero “moderno”, adyacente en un lateral había una habitación grandecita que llamábamos “la despensa”, llena a rebosar de todo tipo de artículos de comer, chorizos, morcillas, jamones, lomos, todo casero, lo que se hacía en la matanza de casa, chocolate, frutas del tipo de uvas y melones, pimientos y tomates colgados del techo para secarlos, botes llenos de tomate frito y pimientos asados elaborados en casa, dulces, garbanzos, patatas, lentejas, alubias, aceite para el año, de todo en definitiva, cosa esta por cierto importantísima para mi padre, preocupadísimo con que nunca faltara nada de comer en casa.

Mi madre solía hacer los sábados dulces caseros, magdalenas, tortas, mantecados, hornazos, llenaba unas bandejas que llamábamos “latas” en las cuales ponía un papelito de estraza con el nombre de la familia y nos mandaba al horno de Gaspar “el de bultos” le llamábamos, cada uno con su lata y en “fila india” como decía mi hermano Blas, marchábamos uno detrás del otro al horno a dejar los dulces hornearse, luego iríamos a recogerlos y llevarlos a casa, donde mi madre los metía en una orza de barro que tapaba con un paño, allí era donde metíamos la mano cada vez que teníamos hambre , veníamos corriendo de la calle, pillábamos una torta y a correr.

Aquella casa de pueblo, donde vivíamos, era imponente o al menos a mi me lo parecía, no será así porque años después cuando volví al pueblo, mi calle que parara mi era una avenida inmensa, con el paso de los años y siendo yo una mujer me pareció una calle de pueblo y más bien estrechita, en esa casa en la parte de arriba habia tres habitaciones, un distribuidor y un cuarto de baño algo primitivo.
Los niños dormían en una habitación y las niñas en otra, mi abuelo con los niños, y mis padres en la habitación de enfrente.

Eran habitaciones grandes, tan grandes que cabíamos todos, me acuerdo que mis hermanos nos hacían a mi hermana y a mí “el cepo indio”, era agobiante, nos encerraban entre las sabanas, tan apretadamente que no podíamos movernos, nos hacían rabiar de lo lindo.

Mi padre era muy estricto y a la hora indicada nos mandaba a todos a dormir, un día que mis hermanos habían ido al cine a ver una película de vampiros, no querían subir a las habitaciones, estaban cagados de miedo, como les era habitual, me mandaron a mí, la más pequeña, tendría yo cuatro años y me dijeron, venga sube y enciende la luz, yo no quería pero ellos tenían un arma infalible para coaccionarme, a saber, el arma letal era, “le decimos a Papa que te cebe”, extremo este que me horrorizaba, más que nada porque yo sabía que lo que hacían con los cerdos de casa era “cebarlos” para luego matarlos, así que me fui rauda y veloz a encender la luz de la planta de arriba, no fuera a ser que mi padre me cebase, ¡que inocencia señor!.

Mis padres eran maestros de escuela, y ya se sabe el refrán, “pasas más hambre que un maestro escuela”, así que para complementar el exiguo sueldo del gobierno, daban después de las horas oficiales, unas clases de apoyo llamadas “permanencias”, que se cobraban religiosamente, era una hora al salir a medio día y otra al salir por la tarde. Mi padre además daba clases de Geografía e Historia y Francés en una academia particular donde los chicos y chicas hacían el bachillerato por libre, luego se examinaban en el Instituto de Baeza, creo que mi padre además llevaba la contabilidad de algún molino de aceite, con estos ingresos y los regalos que recibían de parte de los padres de los niños, cosas de la huerta, la vida no pasaba del todo mal en casa.

Me acuerdo que el agua, hasta que instalaron el agua corriente en las casas, la traía un hombre en una “pipa”, se llamaba Alejandro, venia un día sí y otro no y mi madre le comprabas dos cantaros de agua potable que estaban en la despensa en una cantarera de madera, el otro agua necesaria para lavar y otros menesteres domésticos los traía “la criada” (que fea palabra) de la fuente que estaba al lado de la iglesia, tres cantaros por lo menos, yo iba con ella con un cantarito pequeño, me encantaba ir allí, hacer cola y escuchar a las mujeres hablando.

Por las mañanas también venia Simón, el lechero, traía la leche de vaca recién ordeñada, mi madre la cocía tres veces, o sea la dejaba hervir y subir tres veces, para esterilizarla decía, no tengo yo muy claro que eso fuera efectivo, el caso es que aquella leche hacia un tomo de nata de dos dedos, eso me encantaba, ¡que delicia!, esa nata con azúcar puesta encima de una galleta María, nunca me ha sabido igual de bien la leche que aquella de mi pueblo.

En casa trabajaba Juana, una mujer del pueblo que no tenía hijos, ayudaba a mi madre en las labores de casa y para nosotros era alguien de la familia, su marido Tomas el de “síguela” tenía sus estacares de olivos y su huerta, iba a la huerta con su burro y en verano íbamos con él los cinco, montados en el burro todos, algunos niños cuando veían al burro tan cargado nos cantaban una cancioncilla, “ a estilo de Portugal cinco burros en un animal”.

Yo disfrutaba en aquella huerta lo indecible, ayudaba a Tomas a recoger los tomates, las cebollas, los pepinos, las brevas, lo mejor era la vendimia, ponían en el suelo unas lonas grandísimas y allí iban tirando los racimos de uvas, yo me tiraba en la lona y me ponía de uvas hasta la corcha, si llovía nos metíamos en una especie de cuevecita que había hecho Tomas con tierra y piedras en un rincón de la huerta, más que nada para evitarlos rayos, decía él.

Cuando llegábamos al pueblo mis hermanos se dispersaban, yo me iba con Tomas a su casa, me encantaba la cena que tomaba un día sí y otro también, tomate frito con huevo cuajado, yo me sentaba en sus rodilla y comíamos los dos, pero no con tenedor, el usaba una navaja para partir el pan y mojarlo en el tomate, una tajadita para él y otra para mí, yo creo que para ellos era yo la hija que no podían tener, nunca he vuelto a probar yo un tomate frito como aquel.

 

El invierno en mi pueblo era crudo, muy frio, extremadamente frio por su situación geográfica en las estribaciones de la Sierra de Cazorla, nevaba y hacia un frio que congelaba el agua de lluvia que caía de los tejados, colgaban de las tejas los carámbanos congelados, y mis hermanos cuando íbamos camino de la escuela los partían de las casas con los tejados mas bajos y me daban un carámbano para chuparlo.Los sabañones en las manos y las orejas eran el pan nuestro de cada día, y como picaban los condenados, y más cuando metíamos las manos en la nieve para hacer bolas y tirárselas al pobre que fuera nuestro objetivo, al calentarse después del frio de la nieve picaban insufriblemente.Mi calle era ligeramente empinada y el camino para el mercado de abastos, por lo cual a media mañana la nieve se había convertido en una sucia placa de hielo, un día al venir del colegio mi madre se cayó y se rompió una pierna, seguro que eso la fastidio un poco, pero mirándolo bien le sirvió para descansar un poco de la guerra que llevaba la pobre, el colegio, la casa, los niños, la costura, el punto, eso sí, punto hizo todo el del mundo, de aquella caída sacamos cada uno un jersey estupendo y calentito, los de los tres niños eran de lana nueva, los de mi hermana y mío eran reciclados, o sea el resultados de deshacer otros chalecos viejos de mis hermanos, esa lana convenientemente mezclada con un ovillo nuevo de otro color daba como resultado unos chalecos “nuevos”, cosas de la posguerra tardía, allí no se tiraba nada, zapatos, ropa, lanas , telas, todo se aprovechaba, o como modernamente se dice, se reciclaba, yo por ejemplo reciclaba mucha ropa y zapatos de mi hermana, para eso era la pequeña.Mi padre ponía mucho énfasis el hombre en el tema alimenticio, así que por las mañanitas en invierno, antes de ir al colegio nos metía entre pecho y espalda un “ponche”, la cosa consistía en un huevo crudo batido con coñac y leche, íbamos al colegio alegres y calentitos, joder, y tan alegres con un pelotazo de coñac ya me dirás, en aquellos tiempos no había estos remilgos de ahora con el tema del alcohol, mi padre además nos daba a medio día, en primavera, un vasito de quina Santa Catalina para abrir del apetito, por si la astenia primaveral, cosa que nunca entendí porque comíamos bastante bien, afortunadamente ninguno hemos salido alcohólicos porque con esas bases no hubiera sido raro, pero el hombre lo hacía con la mejor intención.Lo mejor del invierno eran las vacaciones, la Navidad, los Reyes, todo el montaje que se lia en esas fiestas.

Mi hermano Paco montaba el Belén, pero un portal de categoría, con sus figuritas, su rio y su lago, sus montañas, su musgo, no le faltaba un perejil, el musgo íbamos a recogerlo a las eras, en las piedras de por allí crecía en abundancia, lo cogíamos con su tierra y todo, para que durase un mes más o menos, lo que duraba el Belén montado, yo no sé cómo lo hacía, pero el agua corría por aquel rio, el lago era un espejo redondo, y mis hermanos habían hecho el catillo de Herodes, las montañas y la decoración con cartones y papel.

Mi padre compraba antes de Navidad, un mes o así, los mantecados, 50 kilos más o menos, una barbaridad, el caso es que un año, mis hermanos (como siempre) me mandaban a la alacena a coger mantecados, yo me los metía en las braguillas y salía cargada, pero claro, tanto va el cántaro a la fuente que al final mi madre me dijo, pero a ver ¿qué haces entrando y saliendo tanto en la alacena?, a lo que creo que le conteste algo así como “uses pa la chiquitita”.

Y llegaban los Reyes, madre mía, todos los años había libros para todos, de Julio Verne, de Emilio Salgari, guantes, caramelos, todos, pero todos los años los 50 juegos reunidos, un año me acuerdo que trajeron una cámara de cine, la dejaron en la ventana del cuarto de baño, y todos los años me dejaban también carbón, ese era mi hermano Paco, un año en vez de carbón me dejaron una bombona de camping gas, cosas de la modernidad y de las bromas de mi hermano.

Un año, mi hermano Paco se puso malo a mediados de Diciembre, parecía una gripe, pero la cosa fue a mas, a mis hermanos y a mí nos llevaron a casa de mi tío en Baeza, fue una Navidad muy rara, en casa de mi tío intentaban que no notásemos nada, pero mi hermano tenía una meningitis y murió un cuatro de Enero, cuando el día seis vinieron mis padres a por las niñas, las más pequeñas, (los niños se fueron el día cinco para el entierro), traían los Reyes para nosotras, los juegos reunidos geyper, yo no sé cómo, pero sabía que mi hermano había muerto, mi hermano preferido, el que siempre cuidaba de mi, desde entonces odio los juegos reunidos y la Navidad.

 

El invierno pasaba lento, como todo el tiempo con esa edad, que largos se hacían los meses hasta las vacaciones, pero tras el invierno siempre llega la primavera, o al menos eso es lo que viene sucediendo desde la última glaciación, y la primavera en mi pueblo era algo exultante, todo se teñía de un verde lujurioso, no era solo el verde mate de los olivos, sempiterno color del horizonte, en primavera todo era verde brillante, las huertas empezaban a florecer, empezábamos a tener verduras frescas de temporada, los campos se cubrían de espigas de trigo, parecían un mar en movimiento cuando corrían las ráfagas de viento.

Era una época mágica, sin el frio extremo del invierno ni el calor insoportable del verano, salíamos de la escuela y nos íbamos a jugar a las calles y los campos, a veces nos íbamos al pueblo de la lado andando, Sabiote, pueblo con el que como es tradición nos llevábamos muy mal, nos dirigíamos allí caminando por una vereda de carne, un camino de tierra de unos cuatro kilómetros, no sé cómo era la cosa, pero los niños del otro pueblo siempre nos estaban esperando pertrechados de piedras, para darnos una conveniente bienvenida, tras la batalla volvíamos a nuestro pueblo, unas veces mejor y otras peor, lo bueno era cuando los enemigos de Sabiote, de los que decíamos “que el que no es tonto, es cipote”, venían con ganas de gresca, y no se tampoco como era la cosa, yo era muy pequeña, perol alguien ya sabía que venían los sabioteños, y como es normal los esperábamos bien pertrechados, más que nada para darles la misma bienvenida, no hay que ser descorteses.


Mis hermanos eran más malos que la quina, siempre había alguna fechoría por la que alguna madre venia a casa a quejarse, pero mi santa madre, sabia donde las haya, en cuanto se olía el pescado se metía al fondo del patio, en los gallineros a recoger los huevos, así que si la buscaban, quien atendiera la puerta decía que mi madre no estaba, y santas pascuas, después mi padre ponía orden en el asunto, ya mi madre se encargaba de informarle de las novedades.

Recuerdo que un día vino una señora, abuela de una niña a la que mis hermanos habían dado en el culo con una penca de chumbera, le habían puesto el culete bien lleno de púas, también me acuerdo cuando cogían un huevo, le hacían agujeros en ambos extremos, mi hermano Paco se lo bebía y luego le ataban un hilo, dejaban el huevo en medio de la calle, una poco transitada, donde estaban las Torres Oscuras, restos de unas almenas mudéjares con sus buenos pliegos de murallas aun en buen estado, se ocultaban detrás de las piedras y cuando venia alguna persona, viejecitas habitualmente y trataban de coger el huevo, este se deslizaba suavemente por las piedras, mis hermanos tiraban del hilo hasta que la vieja se daba cuenta del truco y juraba en arameo, como en aquella época no había muchos juguetes, ni nintendo, ni ordenadores ni nada de esas cosas, la imaginación tenía que trabajar para buscar pasatiempos divertidos, jugar en grupo era lo mas.

Tengo un recuerdo de lo más curioso de esa calle, muchas veces esperando que pasara alguna incauta, escondidos detrás de las piedras veíamos a las mujeres viejas hablando entre ellas, y el recuerdo es ver, mas de una vez, cómo mientras pegaban la hebra alguna de ellas sentía necesidad de orinar y sin más preámbulos , de pie y con las piernas ligeramente abiertas, soltaba allí la meada, impertérrita y mientras seguía una conversación coherente con la interlocutora, a mi aquello me resultaba alucinante, pero era una práctica habitual entre las viejecitas de mi pueblo.

Con el buen tiempo llegaban las salidas a jugar a la calle hasta más tarde, a la horade la merienda mi padre salía a la puerta y hacia un silbido muy especial, mis hermanos y yo sabíamos que era mi padre llamándonos para merendar, era oír el silbido de mi padre y estar en la puerta en menos que canta un gallo, me rio yo de los móviles, con la merienda en la mano salíamos pitando otra vez a la calle, mi merienda preferida era un trozo de pan con aceite y azúcar.

Nos íbamos a las eras a saltar por allí, a ver a los viejos que iban a hacer sus necesidades, ¡éramos muy escatológicos!, era costumbre del pueblo entre los hombres mayores ir a evacuar el vientre al campo, en las eras bajas, las eras eran unas tierras llanas y altas donde se llevaba el trigo cosechado, allí se trillaba y aventaba para separar la paja del grano, en primavera no había tajo allí, pero era un sitio buenísimo para jugar, tirarnos sentados en un cartón de la era alta a la baja, jugar a la cuerda, a tirarnos pedradas, en fin, lo que eran los juegos de aquellos tiempos, en grupo y al aire libre.

Y así pasábamos el tiempo, jugando en la calle, aprendiendo a negociar y a convivir.

 

El verano era la época preferida, viajábamos a Sevilla para ver a la familia de mi madre, el viaje era toda una epopeya, en autobús “ La Alsina”, tardábamos unas doce horas desde Úbeda, que era la cabecera de partido de mi pueblo, estaba a 4 kilómetros y era el pueblo de referencia para todo, hasta Sevilla, llegábamos muertos de cansancio y de la estación íbamos a casa de mi tía abuela “tita monina”, la traducción es tita madrina, porque era la madrina de todos los primos mayores, alguno la empezó a llamar así y seguimos los demás.

La tita monina, Dolores era su nombre, vivía en pleno centro de Sevilla, en la Cuesta del Rosario, en una casa muy señorial, y no vivía allí por ser acomodada, ¡qué va!, es que mis bisabuelos, los padres de ella y de su hermana, mi abuela Mami, madre de mi madre eran los porteros de la finca, mi tía heredo de sus padres el empleo y la vivienda, así que además de hacer las funciones de portera, cosía para la calle, era una buena modista y se quedó soltera la pobre por culpa de un malentendido.

En la Plaza del Pan, que estaba justo enfrente de su casa, paraban los taxis de los pueblos de la provincia que cada mañana venían a la capital a traer gente para hacer sus recados, los taxistas mismos también hacían muchos recados para la gente de sus pueblos mientras esperaban a sus clientes, les llamaban “cosarios”, mi tía los conocía a todos porque dejaban muchas cosas en su portería, un día uno de los taxistas “Juanito Pelotas”, del Arahal le dijo de broma, Dolores prepárate que nos vamos para el cine, con tan mala suerte que el novio de ella estaba llegando, oyó al taxista, se asomó a la puerta y le dijo, vete con él, y hasta hoy, nunca más se supo.

Mi madre había nacido en la Plaza de la Alianza en el Barrio de Santa Cruz donde vivían sus padres y sus hermanas, pero se había criado con la Tita Monina y sus abuelos muy cerquita , así que nos pasábamos el día de una casa a otra, con todos mis primos y primas, pasando un calor mortal, menos mal que las vacaciones en Sevilla duraba quince días, porque donde lo pasábamos realmente bien era en mi pueblo, cuando volvíamos a veces se venían mi tía Conchi y mi prima Mari Reyes a pasar unos días con nosotros.

En verano era increíble, desde bien temprano estábamos en la calle, o bien con Tomas en la huerta, o bien en las eras montándonos en el trillo mientras trillaban el grano de trigo, era mejor que ir a un parque de atracciones, cuantas peleas para montarnos los primeros, mis hermanos mayores con sus amigos se iban a las fincas a bañarse en las albercas, entonces no había piscinas, había unos depósitos de agua para regar los sembrados, lo más parecido a una piscina que se puede encontrar, pero sin depuradoras, ni cloro, ni anti algas, todo muy natural, agua pura embalsada, no me explico cómo no se ponían malos de gastroenteritis, pero nunca pasaba nada, cuando volvía la pandilla de los niños de bañarse en las albercas venían cantando a voz en grito “sacúdete los alpargates haciendo así” y dando unos zapatazos descomunales en el suelo, para precisamente sacudirse de polvo las zapatillas, pasaban por las eras y se ponían allí a gamberrear, de las eras a casa comer y hacer la siesta porque en mi pueblo en verano hace un calor de justicia.

Por la tarde, arregladitos al cine de verano, con los bocadillos y algún dinerito para chucherías, todos juntos pero no revueltos, mis hermanos con sus amigos y mi hermana y yo con Angelita Rubio y su hermano Pepito, eran hijos del Sr. Ángel, un guardia civil del cuartel vecino, Pepito y yo éramos como un mal inevitable para mi hermana y Angelita, éramos los más pequeños y de no ir con ellas nos quedábamos en la puerta de casa jugando solos, menos mal que las madres imponían orden y concierto y nos llevaban con ellas, siempre nos llevaban con ellas, ¡a ver qué remedio!

Unos días los dedicábamos a pasarlos en casa del hermano de mi padre en Baeza, con mis primos, a veces nos íbamos a casa de la abuela de mi prima que vivía en una finca al lado del rio Guadalquivir, allí nos bañábamos tan ricamente mientras la abuela de mi prima nos preparaba pepinos fresquitos con miel, ¡que delicia!.

El día del cumpleaños de mi madre, mi padre siempre hacia helado, estaba buenísimo, invitábamos a todos los amigos y era uno de esos días que siempre recuerdo con especial cariño.

Que veranos aquellos, entre la huerta y la burra, las albercas, las eras y el trillo, los helados de mi padre y los de “Manel” que era el heladero del pueblo, los polos que cambiábamos a un hombre que se paseaba en verano por el pueblo cambiando hierros viejos, zapatos usados y pieles de conejos por polos y helados, el cine de verano y la feria, que infancia más libre y feliz.

Y las frutas, tan jugosas, que melocotones, ciruelas, higos, brevas, uvas, tomates, pepinos, esas sí que nunca más las probé como aquellas.

 

El verano pasaba lento, como todo el tiempo cuando somos niños, pero pasaba y llegaba el otoño, y con él, el comienzo del curso, en casa era un lio porque no solo empezaba el curso para los niños, también para los padres y había que poner todo en orden, sobre todo la ropa para el frio que se venía encima, los libros, los cuadernos, y éramos cinco, un pastón que gastar.Mi padre nos llevaba a Úbeda a comprar todo lo necesario, estaba a cuatro kilómetros de mi pueblo y a mí me parecía un viaje transoceánico, lo normal era ir en Taxi, el taxista era Blas Poyatos, tenía un Seat 1.500 en el que cabíamos todos, el nos llevaba y nos esperaba todo el día, supongo que haciendo también sus compras y encargos hasta que acabábamos todas las compras y regresábamos al pueblo.Yo desde que me recuerdo he estado en la escuela, en aquellos tiempos las maestras cuidaban a sus niños en las aulas, así que yo desde que nací fui a clase, primero con mi madre y después con la maestra que me tocara en cada curso.Recuerdo que cuando cumplí seis años mi padre decidió que debía cambiar ya de “maestra”y dejar a mi madre para empezar la escuela en serio, me toco con Doña Carmen Collado, una maestra joven hija de Don Rafael y Doña Gracia, maestros de mi pueblo también, la cosa es que a mí ni pajolera gracia que me hacia tener que someterme cada día a la disciplina académica, así que el primer día me invente un terrible dolor de barriga, el segundo un gran dolor de muelas y el tercero mi padre se me adelanto y me dijo, “hoy te va a doler el culo” y me llevo a la escuela dándome azotes, ahí se acabo la historia y me convertí en una alumna modélica, siempre en pugna por el primer puesto éntrelas niñas de la clase, este honor nos lo disputábamos en pie de igualdad Pepi Roldan y yo, pero esto cambiaria bastante con el traslado de mis padres.En esta época, Septiembre, también era la feria de mi pueblo, ¡que divertidas eran!, soltaban toros por las mañana, al estilo de la fiesta de San Fermín, y por las noches había música, baile y atracciones en el paseo, por las tardes lo más divertido, la cabalgata de gigantes y cabezudos, como me reía yo y que bien me lo pasaba.

Tengo desde entonces una fijación, si acudo a una feria y no como un trozo de turron, es como si la feria no fuese una fiesta, era lo que con mas ilusion esperaba yo, al ir paracasa mi padre nos llevaba a los puestcitos de turrones y nos compraba un trozo a cada uno.

Y con esto llegábamos ya otra vez a la Navidad, pero después de la muerte de mi hermano las cosas cambiaron y mis padres decidieron trasladarse a Sevilla, dos años después del terrible suceso, y con esto también cambio radicalmente mi vida, nuestras vidas.

 

La etapa de mi vida desde mi nacimiento hasta la muerte de mi hermano Paco fue increíblemente feliz, supongo que a pesar de ser muy pequeña porque eso ocurrió a mis siete años, pasarían cosas malas y feas, pero no las recuerdo.

Al volver la vista atrás siempre me invade esa sensación cálida y amable que me encanta, creo que a todos los que han tenido una infancia más o menos feliz les ocurrirá lo mismo, crecer entre un buen numero de hermanos y con unos padres preocupados por nosotros, siempre pendientes de que no nos pasara ni nos faltara nada es motivo para tener buenos recuerdos.

Llegó el momento del éxodo, éramos ya muy mayores para seguir estudiando en mi pueblo, mi padre quería sobre todas las cosas que todos estudiáramos y si fuera posible nos hiciéramos funcionarios, como así fue, ante la imposibilidad de mandarnos a todos a estudiar fuera, como ya estaban mi hermano mayor en Sevilla haciendo Magisterio, y el tercero interno en un colegio privado de frailes en Úbeda para hacer el bachillerato superior, y después del tremendo esfuerzo económico que supuso para ellos la enfermedad de Paco, en aquellos tiempos no había seguridad social, los hospitales no estaban a la vuelta de la esquina, los antibióticos eran carísimos, los analistas, especialistas y todo lo necesario para tratarlo, vinieron a mi casa, supongo que aquello fue un golpe económico importante, como decía, entre la situación económica, la edad de mis hermanos de estudiar ya ciclos superiores y la insuperable tristeza que invadía a mis padres viviendo en la casa donde murió su hijo, tomaron la decisión y pidieron el traslado a Camas, un pueblo del cinturón industrial de Sevilla.

Recuerdo perfectamente a los vecinos despidiéndonos, el Taxi de Blas Poyatos en la puerta, la familia de Chiles, María, Simona, Chelo, y Chiles mismo, Los Bellotos, la familia de Don José Giner, su mujer Doña Pepita, Matildita y su hermano Jóse, Doña Ana y sus hijos, Paqui la de Labiogordo mi amiga, y su familia, el señor Ángel Rueda, su mujer la señora Carmen, Angelita y Pepito y tantos otros, deseándonos parabienes y esperando vernos pronto de visita por allí.

Así emprendimos el camino de nuestra nueva vida, dejando allí parte de nuestra existencia y enfrentándonos a un cambio descomunal en nuestro estilo de vida, pueblerino y sano en todos los aspectos.

Recuerdo nítidamente el camino de salida de mi pueblo hacia Úbeda, una carretera secundaria, llena de arboles a los dos lados, se juntaban y hacían una especie de bóveda verde, precisamente ese camino era el que tomábamos para hacer excursiones con el cura Don José, cuando las niñas del pueblo nos preparábamos para la primera comunión, nos llevaba por esa carreta a San Bartolomé los Sábados por la mañana a pasar allí un rato, comernos un bocadillo y preguntarnos cosas del catecismo del tipo de:

¿Eres cristiano? A lo que contestábamos, ¡soy cristiano por la gracia de Dios!

¿Qué significa ser cristiano? Ser cristiano es ser discípulo de Cristo

Obsérvese que todo se expresaba en masculino, fuera niño o niña quien contestase, que por cierto allí no había ningún niño, porque la educación no era mixta, todo se expresaba en masculino, nos educaron en una sociedad machista y con un lenguaje sexista expreso.

Recuerdo que Don José, el cura, me dio una estampita de la Virgen de la Misericordia, patrona de mi pueblo ,el día de la Inmaculada, en la que puso una dedicatoria que rezaba así “A Inmaculada en el día de su santo para que sea fiel espejo de la Virgen”, ojú, lo tenía claro el hombre.

Pues por aquel camino, y pensando yo que ya no iría mas de excursión a San Bartolomé, partimos en un día claro y caluroso de Agosto rumbo a nuestra nueva vida.

Doce horas de viaje, paradas técnicas y de avituallamiento incluidas, llegamos a Sevilla, a la calle Virgen de la Cinta del barrio de Los Remedios, el barrio más pijo de la capital en aquellos momentos, en el que mi padre había alquilado un mes antes en un viaje relámpago para buscar un sitio donde vivir, un piso primero con ascensor, cocina súper moderna y baño con bañera y bidet , de azulejos verdes hasta el techo, todo un lujazo, a lo mejor para mis hermanos y mis padres aquello no supuso una novedad, para mi hermana y para mi aquello era increíble.

Increíblemente la comida no estaba en la alacena, ni había que ir a comprar algunas cosas a la tienda de Alfonsete, vimos con sorpresa que la comida se compraba en un moderno supermercado donde tú mismo te servías de las estanterías aquello que querías comprar, increíblemente también las cosas no tenían el mismo sabor, ¡qué asco!, el aceite no era como el del molino de mi pueblo, este sabia a ¿petróleo?, los dulces no eran como los de mi madre, sabían a jabón, la fruta estaba como verde, no era jugosa y dulce, el chorizo, ay, no era nada parecido al que hacían en casa, era Chorizo Revilla y según decían en el anuncio de la tele tenía un sabor de maravilla, pero que va, eso no era más que un duro trozo de plástico.

Mi madre las paso moradas para hacernos comer a mi hermana y a mí, pero al final nos acabamos acostumbrando, así es la ley de la supervivencia y así comenzó nuestra nueva etapa.

Por CamasDigital

DIARIO PROGRESISTA DE CAMAS (SEVILLA)